martes, 29 de julio de 2008

El Árbol I parte

El árbol es un ser vivo muy noble, muy notable en la naturaleza… uno de mis favoritos. Uno de los organismos vivientes más antiguos y ciertamente de enorme impacto en el hombre, desde cualquier sentido que se le mire. Me es casi imposible separar de estas palabras mis múltiples imágenes mentales del árbol. Tengo imágenes de árboles memorables en mi vida. Árboles solitarios en potreros que parecen desaparecer en la neblina, enormes Coigües imposibles de abrazar con una familia entera, bosques mágicos de Tepú en Chiloé, Cipreses de las Güaitecas perfumados, Algarrobos heroicos en paisajes desérticos, Palmas Chilenas del mesozoico, Araucarias araucanas cuidando lagos y secretos del sur, plácidos sauces de siesta, frutales dulces como la miel….
Diría que cada etapa de mi vida está relacionada a algún tipo de árbol. De niño vivía en providencia, una casa de dos pisos, bastante fría como la mayoría de las casas antiguas. Recuerdo haberme pasado gran parte de la vida en el jardín de atrás. Ahí comenzaron mis primeros pasos de pequeño naturalista. Había gran diversidad de bichos. Enormes ratas, ratones, caracoles, y largas babosas por doquier. Chanchitos y lombrices de tierra, pestes en los árboles. Era un paraíso además para gorriones y zorzales. En ese jardín comprobé que las hormigas eran picantes, nada peor que sentir el sabor el ácido fórmico en la lengua. Hice muchos experimentos en ese jardín, con las plantas y con los animales que ahí existían. El ser que dominaba ese ecosistema (que a mí me parecía infinito) era un mandarino. En la vida he visto un mandarino tan grande como ese. En parte debe ser por lo pequeño que era yo, pero recuerdo que las mandarinas se guardaban en numerosos sacos, daba dulces frutas como para un regimiento. El mandarino se sentía a sus anchas en ese jardín de ciudad. De alguna manera el mandarino nos brindaba protección y nos alimentaba. Me producía mucha alegría ver en el comienzo del invierno las pelotitas anaranjadas en medio del follaje. Comerse una mandarina en el jardín con el tibio sol de invierno era una experiencia placentera. Ya más grande nos cambiamos a otra casa, estaba adolescente y no sé porqué eso significa el tener que alejarse y esconderse de otros. Un ciruelo me prestaba la mejor de las posiciones, subía a la mansarda, saltaba por la ventana y ponía mis nalgas en las tejas y los pies la canaleta de aguas lluvias. El ciruelo me cubría de cualquier morador, sin embargo desde la altura podía verlo todo. Esa fue mi última casa bajo la protección de mis padres.
El campus de Universidad en el sur me gustó de inmediato. Enormes Eucaliptos, cipreses y variadas coníferas se extendían una veintena de metros hacia el cielo. En los atardeceres, llegaban miles tiuques escandalosamente a dormir, mientras el cielo se teñía de colores irreales. Cuaderno en mano me acostaba sobre el césped con mis amigos viendo el espectáculo, una maraña de voladores buscando los mejores y más altos puestos, en un fondo de colores rojizos y violetas, mientras los gigantes árboles se movían lentamente con el viento. Era fácil quedar hipnotizado, no había materia que le hiciera el peso. En esa época arrendé mi primera casa y planté mis primeros árboles, una criptomelia (pino que se pone rojo en otoño) y un extraño eucalipto de hojas redondas que me encantó por la forma en que las gotas de lluvia quedaban atrapadas, fueron los únicos pinos y eucaliptos que planté en mi vida.... de ahí en más me provocaron rechazo... no por culpa de ellos, sino de la forma en que el hombre los ha utilizado reemplazando al bosque originario. Fue ahí, en Chillán, donde comencé a reconocer los árboles nativos. Me acuerdo de un lleuque en cuya sobra solía descansar en mis excursiones por la precordillera a orillas del río renegado. Recuerdo comer avellanas silvestres luego de ir a ver los cóndores al cerro. También ahí comencé a sentir el rechazo por la industria maderera y por los famosos adinerados pinos y eucaliptos, fui testigo del veloz reemplazo del bosque nativo por esos cultivos de árbol exótico. Vi como los cerros de nirres y robles fueron talados y reemplazados por los ellos. Como desaparecieron las flores de campanitas y copihues de l sotobosque y se cambiaron por un suelo ácido e infértil. Recuerdo las talas y quemas posteriores que dejaban paisajes de holocausto. Al mismo tiempo siempre me asombró el poder de resiliencia del bosque chileno. Aquellos parches de bosque talados pero no reemplazados con pinos, o aquellos que se quemaban, a los pocos años mostraban orgullosos renovales que lo tupían todo.
Ya casado construimos nuestra primera casa. Nos endeudamos para comprar un sitio eriazo fuera de la capital: no había nada… nada excepto un sauce que limitaba con los vecinos. En su sombra hicimos los primeros asados llenos de alegría por la tierra propia. Planté los primeros quillayes, peumos y algarrobos a pala y picota, también los frutales que hoy comienzan a comer mis hijos. Los plante casi todos…. que placer plantar un árbol bien derecho en la tierra!!!…. es hermoso verlo crecer junto a la familia!!!.
Dicen que en la vida hay que hacer tres cosas: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La similitud entre los tres es increíble…. Parece que me queda sólo el libro.

1 comentario:

julián dijo...

Bella descripción de nuestro parque en la universidad...recuerdo el aire, justamente la gran cantidad de pájaros y los pavos reales.........Uf!!!, no sé si se volverá a repetir tanta tranquilidad.

Mira, leyendo a Nicanor Parra, encontré el siguiente comentario.."el error consistió en creer que la tierra era nuestra, cuando la verdad de las cosas es que nosotros somos de la tierra"......Grande Parra, Grande Fabry!!